
El coronel no tiene quien le escriba es una novela corta del escritor colombiano Gabriel García Márquez, la segunda de su obra como literato y una de sus más reconocidas.
En ella se narra los infortunios por los que tiene que pasar un viejo coronel de guerra junto a su esposa, quienes, por más de 15 años, han vivido esperando la llegada de una pensión económica por la contribución del protagonista en un conflicto bélico. A pesar de las constantes desilusiones y la creciente impaciencia –que más tarde se convierte en reproche– de su pareja, el ex oficial no pierde la fe en que la promesa de un gobierno que ayudó a establecer sea cumplida.
En la obra, narrada en tercera persona y con una prosa sencilla y amena, se exploran emociones humanas como la esperanza, la resignación, el miedo, la vergüenza y la inseguridad, entre otras relacionadas con la fe cuando no se ve nutrida. El coronel y su esposa en intercalados momentos de la historia, sin ningún tipo de buen augurio para su futuro próximo, hacen muestra de una convicción estoica porque sus ilusiones se verán correspondidas.
Es importante señalar que la novela transcurre en Macondo, este mundo creado por García Márquez y del que el colombiano echa mano para contar otras historias, como la de su obra más célebre, Cien años de soledad, y su primera incursión en la literatura, La hojarasca. En reiterados momentos de El coronel no tiene quien le escriba, el protagonista menciona su relación con el Coronel Aureliano Buendía, quizá el personaje más entrañable de la obra de “Gabo”, y de cuyo vínculo se vale para reivindicar su importancia en la consolidación de una República que hoy lo olvida.
Mediante este conflicto, García Márquez intentó reflejar la situación política y social de los países latinoamericanos durante el siglo XX. Tiempos de dictaduras y descomposición social en los que la sociedad civil se empeñó, mediante el uso de armas y la pobreza y el hartazgo como combustibles, en generar mejores condiciones de vida. A la larga, tras la experimentación de varios tipos de gobierno, el sentir del general es que el designio aún no se ha logrado, a pesar de todos los sacrificios, a pesar de todo lo que pudo haber sido lacerado un pueblo.
Tal sensación se puede dejar entrever, especialmente, sobre el final de la obra, cuando la esposa del coronel, tras las constantes desilusiones, le espeta: “Es la misma historia de siempre… nosotros ponemos el hambre para que coman otros”.
También, durante todo un capítulo de la novela, Gabriel García Márquez refleja lo engorroso, penoso, absurdo y kafkiano que resultan prácticamente todos los trámites burocráticos. Al coronel nadie le escribe y este decide cambiar de abogado como una posible solución a su espera infinita. Ante la decisión, el jurista apenas se perturba y le hace saber que todo funciona como un engranaje, en el que el cambio de una pieza por otra realmente no alterará la resolución final.
La impotencia en el coronel y su esposa se ve incrementada porque existe una manera de revertir su situación, a costa de traicionar la memoria de su hijo muerto. El muchacho falleció en medio de una emboscada del gobierno contra oposicionistas y dejó a sus padres como única herencia un gallo de pelea y una máquina de coser. Tras vender el aparato y comer gracias a ello durante nueve meses, la pareja tiene que esperar otros tres meses para que el animal se enfrasque en alguna batalla y, esperando su victoria, cobrar las apuestas a favor. Sin embargo, mientras tanto –y sin dinero restante– tienen no sólo que buscar la manera de alimentarse ellos mismos, sino de proveer comida a la bestia para que llegue sano y fuerte a la lucha.
En una parte de la obra, los protagonistas intercambian un par de diálogos que reflejan este infortunio:
–Es por la situación en que estamos -dijo-. Es pecado quitarnos el pan de la boca para echárselo a un gallo. –Nadie se muere en tres meses. –Y mientras tanto qué comemos -preguntó la mujer. –No sé -dijo el coronel-. Pero si nos fuéramos a morir de hambre ya nos hubiéramos muerto.
La situación rebasa los ideales del Coronel y, con el visto bueno de su mujer, decide vender al gallo con su compadre Don Sabas, un extranjero obeso y despreocupado que vive de manera holgada. A pesar de que en un principio Don Sabas le comentó al Coronel que su gallo tenía un valor de 900 pesos, cuando este último logra vencer su vergüenza y ofrecer en venta al animal, el compadre le responde que tiene un cliente dispuesto a comprarlo en 400 pesos, pero que la transacción se efectuaría en unos cuantos días. El Coronel, no sin dejar entrever su perplejidad por el cambio en el precio, acepta el trato.
Al salir del despacho del compadre, el Coronel intercambia algunas impresiones con un doctor que escuchó los pormenores de la venta:
–No podía hacer otra cosa -le explicó-. Ese animal se alimenta de carne humana. –El único animal que se alimenta de carne humana es don Sabas -dijo el médico-. Estoy seguro de que revenderá el gallo por novecientos pesos. –¿Usted cree? –Estoy seguro -dijo el médico-. Es un negocio tan redondo como su famoso pacto patriótico con el alcalde… No sea ingenuo, a don Sabas le interesa la plata mucho más que su propio pellejo.
Durante esta parte, García Márquez hace un guiño a las políticas neoliberales que, dictaduras mediante, se intentaron implementar en los países latinoamericanos durante la segunda mitad del Siglo XX y hasta la fecha. El discurso común para aceptar este modelo económico es que brindará de empleos y mayores salarios, así como mejores condiciones laborales, a los habitantes de determinada región. No obstante, la desproporción entre los réditos de las compañías extranjeras y el estado de bienestar de los nacionales en que se insertan es descomunal. Un guiño más se deja entrever en el último diálogo del doctor, pues hace alusión a lo coludido que se encuentra en estas prácticas Estado benefactor y las empresas transnacionales; la primera parte planamente consciente de la explotación que se hace tanto de sus recursos humanos como naturales, mientras que la segunda está plenamente consciente de su posición, sacándole provecho sin empacho y sin ningún tipo de miramiento.
En el tiempo en que el Coronel espera a que la transacción con el contacto de Don Sabas se complete, da un paseo por el pueblo. Suficiente para que, aprovechando la condición asmática de su esposa que la mantiene la mayoría del tiempo en un estado de sopor, un grupo de personas roben el gallo de la casa y lo lleven a un entrenamiento a la gallera. En medio de la caminata alguien le hace saber la situación al Coronel, quien sin dudar va al lugar y en medio de vituperios, se abre camino entre la multitud enardecida por el combate de su animal frente a otro.
Con el gallo casi desfallecido en brazos, el Coronel vuelve a casa con la firme convicción de no venderlo, sino volver al plan original: alimentarlo y cuidarlo hasta la temporada de batallas, donde podrá cobrar las apuestas de la victoria.
Su esposa, quien le hace saber que no pudo hacer nada para evitar el despojo, le recrimina a su pareja la falta de consideración, el hambre, la enfermedad y la espera innecesaria a la que somete a ambos, además de recordarle que existe la posibilidad de que llegado el momento, ese gallo, que terminó por ser el depositario de todas las esperanzas del Coronel ante el abandono de su Gobierno, pierda la pelea. Es entonces cuando ella, en la cúspide de su enfermedad y desesperación, le pregunta al marido: “¿Dime, qué comemos?”, y el Coronel le da una respuesta que esperó 75 años para decir, con la que termina la obra, en un instante en el que se sintió libre, puro, explícito, pleno, en el que se reivindicó con sus ideales a costa de malvivir… “Mierda”.