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Reflexión sobre Meridiano de Sangre


Meridiano de sangre es una novela publicada en 1985, autoría de Cormac McCarthy, uno de los escritores estadounidenses contemporáneos más reconocidos.


La novela se sitúa en el viejo oeste de la frontera entre Estados Unidos y México, abarcando los años de 1830-1880, aproximadamente. El protagonista es un joven de 15 o 16 años -al que siempre se le identifica como "chaval"- que escapa de su hogar en Tennessee y, para sobrevivir, se enrola en un par de bandas que fueron contratadas por el Gobierno mexicano con el fin de exterminar todo indio apache que se encuentren en el camino.


La premisa suena simple pero la genialidad de McCarthy logra que la novela se eleve hasta tocar puntos que conciernen a la naturaleza humana, a la que, a través del personaje clave de la obra, el juez Holden, se le describe como este ente ávido de aniquilamiento, destrucción y exterminio. Un arrojo de violencia ya innato en el hombre que nunca encontrará satisfacción, porque mediante esta catarsis es como el individuo desafía a la nada, al saberse totalmente solo y sin ningún designio o clarividencia señalada en el cielo.


Esta es la consigna, la bandera que todo el tiempo iza Holde, un albino obeso sin ningún vello en toda su inmensidad y que, paradójicamente, es un individuo provisto de buenas formas, con una fuente de conocimiento inmensa y un carisma y una astucia de las que se vale para salir bien librado de las situaciones más comprometedoras de la historia, en aquellas que parece que su fin es inminente. A mí manera de ver las cosas, este personaje representa las pulsiones/emociones más bajas de la raza humana, que según el juez, constituyen el núcleo de todo individuo y él no tiene ningún empacho en darles rienda suelta, además de promulgarlas.


La novela causó mucho impacto en mí porque toca dos temáticas que desde siempre me han atraído: las figuras de poder y la violencia, y, hasta hoy (o no me viene a la mente nadie de forma significativa) me había topado con algún personaje literario que reuniera de forma tan rapaz ambas características.


Aunado a Holden, McCarthy describe con una prosa tan demoledora y asfixiante las escenas de guerra que estas, despiadadas, crudas y sin sentido por su misma naturaleza, se convierten en párrafos atrapantes que se elevan de su barbarie y se transforman en gráficos relatos donde el humo que despiden las balas, la mezcla de la tierra estéril con la sangre de los caídos, el escalpelo de genitales y cabelleras y las incrustaciones de flechas en los ojos y corazones de los combatientes se convierten en algo poético, cautivador.


Acá se reproduce una de esas escenas a las que se refiere, que se repiten constantemente -sin caer en la monotonía- y que estremecen sin dar descanso:

"Un susurro de flechas atravesó la compañía y varios hombres se tambalearon y cayeron de sus monturas. Los caballos se encabritaban y corcoveaban y las hordas mongoles corrieron paralelas a sus flancos y giraron y arremetieron en pleno sobre ellos lanzas en ristre. La columna se había detenido y los primeros disparos empezaron a sonar. El humo gris de los rifles se confundía con el polvo que levantaban los lanceros al haber brecha en sus filas. El chaval notó que su caballo se desinflaba bajo sus piernas con un suspiro neumático. Había disparado ya su rifle y estaba sentado en el suelo trajinando con la cartuchera. Cerca de él un hombre tenía una flecha clavada en el cuello y estaba ligeramente encorvado como si rezara. El chaval habría tratado de estirar la punta de hierro ensangrentada pero entonces vio que el hombre tenía otra flecha clavada hasta las plumas en el pecho y estaba muerto. Por todas partes había caballos caídos y hombres gateando y vio a uno que estaba sentado cargando su rifle mientras la sangre le chorreaba de las orejas y vio hombres con sus revólveres desensamblados tratando de encajar los barriletes cargados que llevaban de repuesto y vio hombres de rodillas bascular hacia el suelo para trabarse con su propia sombra y vio cómo a algunos los alanceaban y los agarraban del pelo y les cortaban la cabellera allí mismo y vio caballos de guerra pisoteando a los caídos y un pequeño poni cariblanco con un ojo empañado surgió de las tinieblas y le mordió como un perro y desapareció. De los heridos los había que parecían privados de entendimiento y los había que estaban pálidos bajo la máscara de polvo y otros se habían ensuciado encima o se habían desplomado sobre las lanzas de los salvajes. Que ahora atacaban en un frenético friso de caballos con sus ojos estrábicos y sus dientes limados y jinetes desnudos con manojos de flechas apretados entre las mandíbulas y escudos que destellaban en el polvo y volviendo por el flanco contrario de la maltratada tropa en medio de un concierto de quenas y deslizándose lateralmente de sus monturas con un talón colgado del sobrecuello y sus arcos cortos tensados bajo el pescuezo tenso de los ponis hasta haber rodeado a la compañía y dividido en dos sus filas e incorporándose de nuevo como figuras en un cuarto de los espejos, unos con rostros de pesadilla pintados en sus pechos, abatiéndose sobre los desmontados sajones y alanceándolos y aporreándolos y saltando de sus ponis cuchillo en mano y corriendo de un lado a otro con su peculiar trote estevado como criaturas impulsadas a adoptar formas impropias de locomoción y despojando a los muertos de su ropa y agarrándolos del pelo y pasando sus cuchillos por el cuero cabelludo de los vivos y muertos por igual y enarbolando la pelambre sanguinolenta y dando tajos y más tajos a los cuerpos desnudos, arrancando extremidades, cabezas, destripando aquellos raros cuerpos blancos y sosteniendo en alto grandes puñados de vísceras, genitales, algunos de los salvajes tan absolutamente cubiertos de cuajarones que parecían haberse revolcado como perros y algunos que hacían presa de los moribundos y los sodomizaban entre gritos a sus compañeros. Y ahora los caballos de los muertos venían trotando de entre el humo y el polvo y empezaban a girar en círculo con estribos sueltos y crines al aire y ojos ensortijados por el miedo como los ojos de los ciegos y unos venían erizados de flechas y otros traspasados por una lanza y se tropezaban y vomitaban sangre mientras cruzaban el escenario de la matanza y se perdían otra vez de vista. El polvo restañaba los pelados cráneos húmedos de los escalpados, quienes con el reborde de pelo por debajo de la herida y tonsurados hasta el hueso yacían como monjes desnudos y mutilados sobre el polvo ahogado en sangre y por todas partes gemían y farfullaban los moribundos y gritaban los caballos heridos en tierra."


Acá se reproduce otra parte de la obra que, creo, es una de las que mejor expone la ideología de Holden:


"Si Dios pretendiera interferir en la degeneración del género humano, ¿no lo habría hecho ya? Los lobos se matan selectivamente. ¿Qué otra especie podría hacerlo? ¿Acaso la raza humana no es más depredadora aún? El mundo nace y florece y muere pero en los asuntos de los hombres no hay mengua, el mediodía de su expresión señala el inicio de la noche. Su espíritu cae rendido en el apogeo de sus logros. Su meridiano es a tiempo su declive y la tarde de su día. ¿Le gusta el juego? Muy bien, pues que apueste algo. Esto que ves aquí, estas ruinas que tanto asombran a las tribus de salvajes, ¿no crees que volverán a existir algún día? Sí. Y otro más. Con otras personas, otros hijos."


La prosa de McCarthy no es complicada. Es vigorosa, detallista y podría decirse que en momentos asfixiante. Pero no como una asfixia incómoda, sino como una asfixia en el sentido que no permite descanso, provista de largas oraciones sin signos de puntuación que despojan de aliento y que logran que la imaginación revolucione incansablemente, formulándose los escenarios que el autor describe con gran prestación y rapidez o de lo contrario la prosa habrá rebasado a esa capacidad imaginativa y esta quedará inconclusa en su labor y tendrá que comenzar de nuevo.

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